Pese a ser un espacio que puede parecer cada vez más prefabricado, personalmente lo defiendo como una ocasión al año en la cual podemos escuchar música en idiomas diferentes a los dominantes en las radios y, de paso aprender sobre países que no están en la agenda todos los días.
Casualidad o no, desde sus inicios cada transmisión del Festival de la Canción de Eurovisión inicia con el “Te Deum”, pieza de Marc-Antoine Charpentier. Aunque no se trata de un evento religioso, su desarrollo y rituales si pueden asemejarse a una misa donde Europa -y cada vez más el resto del mundo- renueva su compromiso con la música, la creatividad y la catarsis colectiva.
No obstante, lo que pareciera ser un oasis de buena televisión, en comparación con la paupérrima industria televisiva latinoamericana (de donde es quien escribe estas líneas), queda lejos de ser una burbuja y no es inmune a los reflejos de su tiempo.
Un ejemplo más claro fue lo visto el pasado 17 de mayo con la casi victoria de Israel, país no europeo, pero que participa (salvo algunas excepciones) desde 1973. Presencia controvertida desde siempre, pero que tras los ataques del 7 de octubre se volvió incómoda. Ello rompió la perspectiva naíf que muchos tenían del concurso y se volvió un campo de batalla más.
Aunque cada uno posee un punto de vista distinto respecto a la existencia de este estado en Medio Oriente, centrémonos en el análisis al espectáculo y su consideración como fenómeno cultural que traspasa lo musical, aspecto un poco ausente en los últimos años en un mundo donde importa más lo viral e instantáneo que melodías más trascendentes.
Para quien no conozca el sistema, cada país envía una canción inédita que no debe sobrepasar los tres minutos y participar en una de las dos semifinales que tienen lugar los martes y jueves. De estas instancias previas, solo 10 temas pasan a la gran final del sábado, donde se unen al “Big 5” (países que aportan más dinero al festival) junto a la nación anfitriona, totalizando 26 actuaciones.
Tras la presentación de todas las propuestas y de un intermedio, donde generalmente el país anfitrión hace gala de sus atributos positivos, viene el turno de la votación del jurado, donde se conecta con los portavoces de todos los países participantes, los cuales dan a conocer el veredicto del jurado que constituye un 50% del resultado. Es en esta parte donde entran en juego los clásicos 12 Points.
Aunque la parte más emocionante ocurre unos minutos después, cuando a los votos del jurado se suman las puntuaciones del público, dejando el suspenso hasta el último minuto de quien puede ganar. En esta ocasión, el triunfo fue para el austriaco JJ y su balada con toques operísticos y electrónicos «Wasted Love».
Pese a ser un espacio que puede parecer cada vez más prefabricado, personalmente lo defiendo como una ocasión al año en la cual podemos escuchar música en idiomas diferentes a los dominantes en las radios y, de paso aprender sobre países que no están en la agenda todos los días.
Ideal sería que volviese la orquesta, ausente desde 1999, aunque existen pequeñas luces de esperanza ya que este año el italiano Lucio Corsi aprovechó un resquicio en la normativa y tocó su armónica en directo.
Si bien, en la semana posterior se levantaron una serie de polémicas por la participación de Israel y el resultado del televoto, ello es parte de toda competencia y, por qué no, de la vida en general. Lo importante es quedarse con el aspecto positivo, lo que no impide tener una visión crítica, y disfrutar de un evento que por unas horas nos ofrece un espacio de diversidad, imaginación y diversión. Para el resto de las polémicas, tal como se dice en el fútbol, “está la FIFA”, aunque en este caso específico «está la UER».
Por: Maximiliano Ortiz/Periodista.
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